8 de noviembre, Temperley, Buenos Aires.
Queridxs triperxs:
Escribo recién ahora con un poco de delay, en un entretiempo de viajes.
Les quiero contar sobre mi último viaje al Sur en invierno, a mi querida y siempre insistente Bariloche. Fui sola, como acostumbro ya a viajar desde hace unos años cortos, dándome cuenta de la necesidad de procesar cosas que, con otros, a veces, es más difícil.
Otra vez Bariloche, necesitaba frío, cosas ricas, nieve, mis libros y escribir. Digo otra vez porque supo ser escenario de etapas bien disímiles de mi vida, un primer contacto en el viaje de egresados, durmiendo poco y saliendo mucho; unos años después en pareja, profundizando más en los paisajes; con un grupo de amigos que entre sí no eran amigos, disfrutando más los trekking y las cervezas cerca del lago; y ahora sola, para profundizar en mí en el silencio de la montaña.
Los primeros seis meses del año se volvieron desafiantes y tan tortuosos como un electrocardiograma. Una separación, perder pieles y personas, dos mudanzas-una de la cuales me trajo a esta casa bañada en sol de Temperley, donde hoy vivo. Paz necesitaba, perderme en mis pensamientos, bucear en mis sentimientos, no socializar tanto. Soledad. Eso pensaba.
Llegué a mi hogar por esa semana y realmente lo fue. El hostel me hizo saber esta familiaridad cuando al llegar y sentarme en el comedor, empezó a sonar un tema de mis cantantes favoritas, quien estaba haciendo el soundtrack de mi vida en ese entonces. Listo, hogar.
Esto se reafirmó cuando empecé a conocer a la gente del hostel: Cata una viajera en busca de sus sueños y Solci, una cocinera de alimentos para el alma, quienes trabajaban ahí y otros quienes como yo estaban de paso, Emi, Jony y Lu.
Al final no iba a estar tan sola. Pero esto al fin y al cabo, se terminó convirtiendo en un salvavidas. Llegué tensa y llena de preguntas y pensamientos que no querían dejarme sola, justamente. Siempre me costaba desconectar del ritmo frenético de la ciudad y su cotidianeidad atolondrada, pero en este caso estaba siendo bastante desesperante.
La salvación terminó siendo lo opuesto a lo que pensaba: compañía.
El primer día nada fue demasiado como lo planeé, tenía pensado ir al cerro Llao Llao, pero una chica que caminaba sola como yo me esperó en el camino y me preguntó si podía unirse a mí en mi camino, terminamos juntas yendo al sendero de los Arrayanes y charlando de la profesión que compartíamos -la docencia- . Hablamos de la escuela, los chicos, la vocación vs. el trabajo, el sistema, el cansancio y lo duro nuestra tarea en determinados contextos o casi siempre.
Ella tuvo que volver porque se iba a Isla Victoria con un amigo, yo seguí, esperando llegar a un mirador y de ahí emprender la vuelta, pero el fin del agreste sendero era el medio de la ruta sin señal. Esto se ponía interesante, la aventura para el analógic fan: mapa de papel en mano y un sentido de la orientación dudoso .El momento de sentirme “perdida” que para muchos puede ser incómodo, para mí es la invitación misma a la aventura, ese momento donde siento que el universo me presenta una oportunidad de ser creativa y entregarme a su juego.
Villa Tacul, ese lugar al que pensaba ir al otro día, pero que en ese momento se presentaba a mis ojos en la cartografía como el lugar más cercano y certero para visitar. Llegué a sus playas y a su mirador, donde el silencio y las montañas fueron la compañía necesaria para encontrarme con mis preguntas y encontrar respuestas en el papel. Escribí, dibujé, tomé mate y mis pensamientos fueron compañía, no ansiedades. Mostré mi rostro al sol y agradecí por estar ahí, por ese refugio.
Volviendo, la ruta cual serpiente subía y bajaba, reptando por las montañas, y yo me entregaba a sus vaivenes gustosa. Hasta que una voz a mi espalda me llamó y en un susto reconocí a un chico que buscaba compañía en ese camino, otro profe, con quien tomamos dos termos de mate, comimos alfajores y galletitas y con quien escuché otra vez grandes temas de Las pastillas del abuelo, banda predilecta de mi adolescencia. Fue un paseo por mi temprana juventud, me vi espejada en ese rostro más joven que el mío, con su inocencia y su encuentro consigo mismo, en su primer viaje solo. Me vi a mí misma en esa aventura, comprendiendo lo enorme que era el mundo y las posibilidades infinitas que se presentan cuando el miedo se retira un poco.
Los días corrieron y fui encontrando ese equilibrio entre estar con gente y estar sola. Jony, Lu y Emi eran huéspedes como yo, pero entre asado, caminatas y atardeceres me llevaron a ver reflejadas las frustraciones de mis veintis, con la búsqueda vincular y sus vericuetos, mientras acompañábamos a un arroyo turquesa en su camino por la montaña. Me vi en transición, entre mate y mate al sol, entendiendo el valor del tiempo propio y el que nos damos a nosotrxs mismxs cuando hay alguien más del otro lado. ¿Nos cuidamos y priorizamos lo suficiente? Es una pregunta que seguirá pendiente de resolver, por lo menos por lo pronto, pero me parece una brújula importante para pensarnos en vínculo.
Qué loco, viajé intentando estar sola, pero encontré más compañía de la que creía que necesitaba. Y lo más curioso es que la soledad hoy se está volviendo otra vez en un tópico, cuando los amigos - y yo misma- empiezan a tener menos tiempo porque se ponen en pareja, conviven, tienen otros proyectos, las prioridades cambian…En fin, estamos eligiendo a qué dedicarle tiempo y a lo que le dediquemos ese tiempo que sea de calidad.
Quizás eso me hizo sentir sola este último tiempo, pero una amiga me dijo “necesitas habilitar nuevos espacios para crear nuevos grupos de pertenencia” y entendí que sí, que necesitamos que haya un vacío para evaluar con qué se llenará luego, una muerte necesaria para renacer en otro ámbito, uno nuevo que vaya de la mano con quien hoy en día estoy siendo, que no es la misma que hace un año. Este movimiento no implica perder a los amigos de siempre, pero sí abrir la chance a algo diferente y por ende a nuevos aires, para vernos y que nos vean con otros ojos.
Creo como dijo Sofi hace algunas cartas, el desafío es armar el paisaje interior y quienes nos rodean van dándole forma con uno a ese lugar, con recuerdos, palabras, presencias y ausencias. De igual modo, sin dudas mi paisaje sería este que contemplé y al que retorno incansablemente: lagos esmeraldas, montañas nevadas y sol.
Nada sucedió según lo planeado, pero todo fue como debía ser. Fue un viaje que no era al Sur, sino a un pasado a ver quién fui y quién estaba siendo, y por qué no, en quién me iba a convertir. Un viaje que me mostró que lo que se presenta es lo mejor que puede pasar, y que si nos atamos a ideas previas a la acción sólo nos llevamos al malestar y, en muchos casos, al sufrimiento.
Así que mi consejo más sincero como conclusión a todo esto es: entréguense a lo novedoso, a lo aventurado, a viajar por la vida sin GPS y con mapas que puedas escribir y reescribir, y una orientación ineludible como lo es nuestra intuición. Esos cambios sorpresivos seguro son chances para reevaluar y dar el giro que realmente necesitas y luego agradeces.
¿Salirnos de la ruta es acaso tan malo? ¿Qué pasa si perdemos el control un poco? Con estas preguntas los dejo y les regalo esta canción y esta bandita de mi conurbano querido, que habla sobre algunas cosas de las que les conté.
¡Abrazo grande!
Los leo.
Anto.